Los vimos llegar desde la ventana.
Aparcaron la furgoneta muy cerca del portal. Se bajaron y vinieron por la acera
agarrados de la mano, alegres, ilusionados.
Nuestro hijo Damián se emancipaba de
nosotros. Después de treinta y cuatro años, abandonaba nuestro hogar para crear
su propio nido donde formar una nueva familia. Ya lo teníamos hablado Perla y
yo. Ya lo habíamos llorado a solas. Era la inversión más larga que habíamos
hecho, tanto en afectos como en convivencia y en economía familiar. La hipoteca
del piso hacía años que la habíamos amortizado totalmente.
Sentimientos distintos se mezclaban en
nosotros. Por un lado la alegría de haber formado a nuestro hijo para que fuera
independiente y supiera afrontar por sí solo los avatares y problemas que la
vida te va poniendo, como pruebas para superar, para alcanzar la felicidad. Por
otro, aunque no se alejara tanto de nosotros, perdíamos la convivencia diaria,
compartir nuestras alegrías y penas cotidianas, los gestos sin palabras que
expresaban lo mucho que nos queremos. Todo eso lo cargaba en su mochila y lo
iría sacando en su nuevo hogar, junto a la pareja que, libremente, había
elegido para compartirlo.
Habíamos visitado innumerables veces su
habitación desde el primer día que empezó a guardar sus cosas en cajas. La fue
desnudando de recuerdos de su niñez y adolescencia, que ya no podríamos
disfrutar. Qué serían los desayunos sin las prisas de: “Que vas a llegar tarde.
Desayuna bien que el día es largo. Llámanos si te vas a retrasar”. Todas esas
cosas que como padres nos preocupan mientras están bajo nuestro ala protector,
y que ahora no vamos a poder controlar. Los hijos se van con el certificado de
que son los propietarios de sus decisiones y toman las riendas de sus vidas.
Cargamos la furgoneta con todas esas
vivencias y, después de mil besos y abrazos, despedimos a nuestro hijo y su
pareja con la sensación de haber perdido algo muy importante en la
cotidianeidad de nuestra vida. Regresamos a nuestro hogar y fuimos a ver con
más tranquilidad la soledad de la habitación del niño que se hizo mayor y voló
a vivir su vida. Qué vacío nos pareció. Todos los objetos que identificaban su
presencia habían desaparecido. Aún quedaba la esencia de él, que se podía
respirar dentro del cuarto. Sobre la mesilla vimos que se había dejado un
sobre. Miramos qué podría ser y vimos nuestros nombres en su exterior. Papi y
mami, como nos llamaba siempre. Lo abrimos expectantes y dentro había una nota
de él y dos impresos rellenos. Leímos ansiosos la nota que ponía:
“Hola papis. No creáis que me vais a
perder de vista tan fácilmente. Pienso daros la lata todo lo que pueda y
explotaros al máximo. Ya podéis ir comprando táper. A cambio os ofrezco mi
cariño y mi amor eterno. Como no vais a saber que hacer porque me he ido, ahí
os dejo dos pasajes para un crucero de quince días por el mediterráneo. Aunque
hayáis perdido tener que cuidarme y mimarme en vuestra casa, que ha sido y
seguirá siendo la mía siempre, habéis ganado en libertad de hacer lo que
queráis sin tener que contar conmigo y con los problemas que os ocasiono.
Dedicaros el uno para el otro y disfrutar de la vida que os queda. Yo siempre
estaré a vuestro lado cuando me necesitéis o yo os necesite.
Vuestro hijo que os quiere.”
Nos miramos, sonreímos, lloramos, nos
abrazamos y salimos de su cuarto dispuestos a emprender nuestra nueva forma de
vida los dos juntos, como siempre.
Rabo
de lagartija
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