jueves, 3 de diciembre de 2015

Hasta luego





        Los vimos llegar desde la ventana. Aparcaron la furgoneta muy cerca del portal. Se bajaron y vinieron por la acera agarrados de la mano, alegres, ilusionados.

        Nuestro hijo Damián se emancipaba de nosotros. Después de treinta y cuatro años, abandonaba nuestro hogar para crear su propio nido donde formar una nueva familia. Ya lo teníamos hablado Perla y yo. Ya lo habíamos llorado a solas. Era la inversión más larga que habíamos hecho, tanto en afectos como en convivencia y en economía familiar. La hipoteca del piso hacía años que la habíamos amortizado totalmente.

        Sentimientos distintos se mezclaban en nosotros. Por un lado la alegría de haber formado a nuestro hijo para que fuera independiente y supiera afrontar por sí solo los avatares y problemas que la vida te va poniendo, como pruebas para superar, para alcanzar la felicidad. Por otro, aunque no se alejara tanto de nosotros, perdíamos la convivencia diaria, compartir nuestras alegrías y penas cotidianas, los gestos sin palabras que expresaban lo mucho que nos queremos. Todo eso lo cargaba en su mochila y lo iría sacando en su nuevo hogar, junto a la pareja que, libremente, había elegido para compartirlo.

        Habíamos visitado innumerables veces su habitación desde el primer día que empezó a guardar sus cosas en cajas. La fue desnudando de recuerdos de su niñez y adolescencia, que ya no podríamos disfrutar. Qué serían los desayunos sin las prisas de: “Que vas a llegar tarde. Desayuna bien que el día es largo. Llámanos si te vas a retrasar”. Todas esas cosas que como padres nos preocupan mientras están bajo nuestro ala protector, y que ahora no vamos a poder controlar. Los hijos se van con el certificado de que son los propietarios de sus decisiones y toman las riendas de sus vidas.

        Cargamos la furgoneta con todas esas vivencias y, después de mil besos y abrazos, despedimos a nuestro hijo y su pareja con la sensación de haber perdido algo muy importante en la cotidianeidad de nuestra vida. Regresamos a nuestro hogar y fuimos a ver con más tranquilidad la soledad de la habitación del niño que se hizo mayor y voló a vivir su vida. Qué vacío nos pareció. Todos los objetos que identificaban su presencia habían desaparecido. Aún quedaba la esencia de él, que se podía respirar dentro del cuarto. Sobre la mesilla vimos que se había dejado un sobre. Miramos qué podría ser y vimos nuestros nombres en su exterior. Papi y mami, como nos llamaba siempre. Lo abrimos expectantes y dentro había una nota de él y dos impresos rellenos. Leímos ansiosos la nota que ponía:

        “Hola papis. No creáis que me vais a perder de vista tan fácilmente. Pienso daros la lata todo lo que pueda y explotaros al máximo. Ya podéis ir comprando táper. A cambio os ofrezco mi cariño y mi amor eterno. Como no vais a saber que hacer porque me he ido, ahí os dejo dos pasajes para un crucero de quince días por el mediterráneo. Aunque hayáis perdido tener que cuidarme y mimarme en vuestra casa, que ha sido y seguirá siendo la mía siempre, habéis ganado en libertad de hacer lo que queráis sin tener que contar conmigo y con los problemas que os ocasiono. Dedicaros el uno para el otro y disfrutar de la vida que os queda. Yo siempre estaré a vuestro lado cuando me necesitéis o yo os necesite.

Vuestro hijo que os quiere.”

        Nos miramos, sonreímos, lloramos, nos abrazamos y salimos de su cuarto dispuestos a emprender nuestra nueva forma de vida los dos juntos, como siempre.


Rabo de lagartija


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