Es cierto que, tal como lo habías escenificado, tu
desaparición
presentaba algo de definitivo. En los últimos días había
habido señales,
indicios un poco más
fuertes de lo normal por tu parte,
que no había sabido
reconocer.
Las horas siguientes pasaron tan veloces como para
confundirme.
También podía ser una broma bien orquestada, eras capaz.
Nos habíamos conocido en la facultad de medicina de
Salamanca, en la clase de física. Un estudiante de melena grasienta le preguntó
al profesor si
comiendo aumentábamos la entropía del universo.
Ni siquiera sé que
es la entropía, renegué para mí.
Todavía no conocía a nadie. Pero tú desde la fila de
detrás, me oíste
y reconociste en mí a una semejante. Entonces no soy la
única, dijiste
tocándome un hombro. Después me invitaste al piso que
compartías con otras chicas. En aquel momento no estaban: sentadas a la mesa de
la pequeña cocina,
saboreamos en silencio las provisiones que tu madre te
había mandado del pueblo. Luego fuiste
al baño y no me llamó la atención.
Igual que de la entropía, tampoco sabía nada de ti y la
comida.
Solo algunos años más tarde me dirías que, para fiarte de
alguien,
Lo primero era comer con él, y para sentirte acogida en
casa ajena
tenias que vomitar
en el váter. Lo hiciste también en la mía,
y de nuevo no entendí . Hicimos de las nuestras juntas. En primavera,
si el horario de clases nos parecía agobiante, nos
montábamos en la Vespa
y nos íbamos por ahí. Tumbadas en un prado, no pensábamos
en mañana,
como los insectos que bullían bajo nosotras. Tan cercanas.
Te envidiaba ciertos arranques de energía, la fuerza de
quedarte despierta
las noches previas a exámenes y el correr, correr
delgadísima cada mañana.
Salvo el día que terminaste en el hospital por comer y
vomitar demasiado.
Con el gota a gota
me contaste que te llevabas a casa las sobras del restaurante donde trabajabas
sábados y domingos y roías hasta el último
nervio de la carne
pegado al hueso. Si entonces hubiera creído tu fragilidad
te habría vigilado
más. Pero te volvías a levantar intacta y no entendí
en que confín vertiginoso te movías. Una noche llamó tu
madre para
decirme que habías
desaparecido. No me preocupé, a lo mejor te habías tomado unas vacaciones y
mandarías postales de México.
Estabas mucho más cerca, en cambio, encerrada en un coche
encendido,
a pocos kilómetros
de tu pueblo, el tubo de escape comunicado con el
habitáculo. Estabas cansada de la agonía demasiado lenta
que te
producías con la comida, aceleraste el fin.
Tu inmovilidad en el ataúd no me convenció. Seguí
esperándote a lo largo
de los años, de vuelta de quien sabe qué escondrijo en el
mundo o en cualquier planeta al que habrías puesto tu nombre, Paloma.
Regresarías nueva como la serpiente que ha mudado la piel,
me mirarías,
sonriendo a una provinciana.
Un
regalo que alguna vez recibí de ti, pero solo en sueños.
Quirón
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