sábado, 1 de diciembre de 2018

Son indicios



Es cierto que, tal como lo habías escenificado, tu desaparición
presentaba algo de definitivo. En los últimos días había habido señales,
 indicios un poco más fuertes de lo normal por tu parte,
 que no había sabido reconocer.
Las horas siguientes pasaron tan veloces como para confundirme.
También podía ser una broma bien orquestada, eras capaz.
Nos habíamos conocido en la facultad de medicina de Salamanca, en la clase de física. Un estudiante de melena grasienta le preguntó al profesor si
comiendo aumentábamos la entropía del universo.
Ni siquiera  sé que es la entropía, renegué para mí.
Todavía no conocía a nadie. Pero tú desde la fila de detrás, me oíste
y reconociste en mí a una semejante. Entonces no soy la única, dijiste
tocándome un hombro. Después me invitaste al piso que compartías con otras chicas. En aquel momento no estaban: sentadas a la mesa de la pequeña cocina,
saboreamos en silencio las provisiones que tu madre te había mandado del pueblo. Luego  fuiste al baño y no me llamó la atención.
Igual que de la entropía, tampoco sabía nada de ti y la comida.
Solo algunos años más tarde me dirías que, para fiarte de alguien,
Lo primero era comer con él, y para sentirte acogida en casa ajena
 tenias que vomitar en el váter. Lo hiciste también en la mía,
y de nuevo no entendí . Hicimos  de las nuestras juntas. En primavera,
si el horario de clases nos parecía agobiante, nos montábamos en la Vespa
y nos íbamos por ahí. Tumbadas en un prado, no pensábamos en mañana,
como los insectos que bullían bajo nosotras. Tan cercanas.
Te envidiaba ciertos arranques de energía, la fuerza de quedarte despierta
las noches previas a exámenes y el correr, correr delgadísima cada mañana.
Salvo el día que terminaste en el hospital por comer y vomitar demasiado.
 Con el gota a gota me contaste que te llevabas a casa las sobras del restaurante donde trabajabas sábados y domingos y roías hasta el último
 nervio de la carne pegado al hueso. Si entonces hubiera creído tu fragilidad
 te habría vigilado más. Pero te volvías a levantar intacta y no entendí
en que confín vertiginoso te movías. Una noche llamó tu madre para
 decirme que habías desaparecido. No me preocupé, a lo mejor te habías tomado unas vacaciones y mandarías postales de México.
Estabas mucho más cerca, en cambio, encerrada en un coche encendido,
 a pocos kilómetros de tu pueblo, el tubo de escape comunicado con el
habitáculo. Estabas cansada de la agonía demasiado lenta que te
producías con la comida, aceleraste el fin.
Tu inmovilidad en el ataúd no me convenció. Seguí esperándote a lo largo
de los años, de vuelta de quien sabe qué escondrijo en el mundo o en cualquier planeta al que habrías puesto tu nombre, Paloma.
Regresarías nueva como la serpiente que ha mudado la piel, me mirarías,
sonriendo a una provinciana.
Un regalo que alguna vez recibí de ti, pero solo en sueños.


Quirón 

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