¡Qué
difícil es rebuscar entre nuestra memoria lejana recuerdos y experiencias
escolares! Al tirar del hilo, se me amontonan momentos casi olvidados, la
mayoría felices y algunos no tanto, y que te hacen reflexionar sobre tu niñez.
No me
acuerdo de cual fue mi entrada en el colegio de parvulario. Sé que teníamos
señoritas profesoras, serias y rígidas en sus castigos. Como en una nube creo
vislumbrar cómo te bajaban los pantalones y a la vista de todos los niños,
tocaban el tambor con nuestras nalgas. Algo habría hecho que no estaba bien.
Pasada la
educación infantil, mis padres buscaron un colegio serio y acorde con su
economía para mi educación. Enfrente de donde vivíamos había un colegio de
religiosos donde recibían una excelente educación los jóvenes hijos de las
élites del momento. No fue mi caso. Esos mismos religiosos tenían otro colegio
donde los jóvenes hijos de trabajadores y familias humildes recibían educación
y disciplina escolar. Allí absorbí todos los conocimientos que pude durante los
años que duró mi escolarización.
Teníamos
profesores laicos y religiosos. Rezábamos antes de empezar las clases y, ¡ay de
aquel que incumpliera cualquier norma de conducta o no supiera la lección! Te
imponían un sinfín de correctivos; tirones de patillas, cachetes, con los dedos
juntos te recitaban con la regla la
lección, cara a la pared con unos libros en equilibrio con los brazos en cruz.
Llegaban las notas de fin de trimestre y fin de curso. Según el color que te dieran, sabías el grado
de satisfacción que tenían con tus trabajos y estudios. La escala cromática
descendía desde el dorado (excelente), pasando por el rojo, azul, verde, marrón
y negro (suspenso). Tengo que decir que nunca merecí una nota negra y, alguna
vez conseguí una dorada.
A los 14
años, por exigencias económicas familiares, me despedí de la escuela y descubrí
la vida laboral para los adolescentes. Aprendices, recaderos, botones. Había
que empezar la escala desde abajo. Echaba de menos la vida escolar. En mi fuero
interno hubiera deseado seguir estudiando hasta alcanzar una buena formación.
Nos faltaba la gasolina para llegar hasta esas metas. No dejé del todo de
aprender en los distintos sitios donde mis padres me encontraban un trabajo
decente donde ir ascendiendo a base de empeño y buen hacer. Fui a academias,
cursillos, aprendizajes e incluso oposiciones internas. Siempre me gustaba el
reto de superar las pruebas que me imponían e hincaba los codos con empeño.
Cuando me
he hecho mayor y mis metas laborales propuestas las he ido solucionando, cada
vez más aguda sentía la espinita de haber dejado unos estudios oficiales sin
terminar. Escuché, oí, me dijeron, que había un lugar donde los mayores podían
realizar estos sueños. Me personé in situ, valoré las metas que podría alcanzar
y me lancé de lleno a ello. Las satisfacciones en el ámbito educativo tuvieron
una dura competencia con las satisfacciones de conocer a profesores, compañeros
y de hacer nuevos amigos, a la vez de progresar en la realización de mi proyecto.
Nunca he
dejado de aprender. La vida cultural tiene límites infinitos que descubrir y
las personas que nos rodean son merecedoras de conocerlas y compartir con ellas
tus inquietudes, aficiones e incorporarlas a tu agenda de amigos.
Mis
recuerdos escolares, con el paso del tiempo, se van acrecentando y espero que
no se pierdan mientras mi memoria me acompañe en mi proyecto de vida.
Rabo de lagartija
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