Había llegado el día en que
emprendería el viaje para aprovechar unos días de vacaciones. La tarde anterior,
mientras hacia el equipaje, pensaba en lo difícil que resulta a veces decidir
lo que necesitas llevar, sobre todo cuando viajas a otro país, donde la
meteorología es muy diferente al lugar donde resides. Terminada al fin dicha
tarea, cerré la maleta con llave y la
trasladé hasta el pasillo de entrada,
donde dormiría
hasta el día siguiente.
Por
la mañana tras comprobar que grifos y ventanas
quedaban perfectamente cerrados, salí de
la casa con dirección al aeropuerto. Una vez en él y tras facturar el equipaje me
dirigí hasta la puerta de embarque.
Siempre que viajo en este medio de transporte pido que el asiento esté
junto a la ventanilla. Una vez que el aparato emprende el vuelo y se eleva, a
través de ella veo cómo va tomando altura y todo abajo se empequeñece. Las
demarcaciones de la tierra se convierten
en un mosaico de colores y las casas en pequeños puntos. Los ríos vistos desde las alturas parecen
caminos plateados. El agua del mar tomando un color verdoso deja ver en sus
profundidades sombras de las montañas sepultadas por ellas y en las cumbres de
las montañas restos de nieve que el invierno había dejado atrás.
Después
de un tiempo de mirar lo que se divisaba desde las alturas, mi vista se detuvo
en la línea que divide la nebulosa del cielo azul intenso que se pierde en lo
infinito. Tan concentrada estaba yo en lo que veía en el exterior que no había
oído a la azafata cuando dirigiéndose a mí me preguntaba qué bebida deseaba
tomar para acompañar a la comida que me ofrecía.
Cuando
terminé de tomar el pequeño piscolabis que me habían dado, me dispuse a seguir
mirando al exterior. Ahora lo que mis ojos veían, no eran franjas de tierra, ni casas, ni aguas de ríos y de mares, sino nubes como
grandes bolas de algodón por su blancura que se mezclaban a su vez con otras
donde en su interior se apreciaban manchas grisáceas del agua acumulada en
ellas y que amenazaban con descargar en cualquier momento para aligerar su
peso.
El
viaje llegaba a su fin. El avión aminoraba su velocidad y descendía para tocar
suelo. Por la ventanilla la imagen de las tierras, de las casas, volvía a ser
cercana. Cuando el aparato tomó tierra, miré por ultima vez por la ventanilla,
diciéndome dentro de mí: hasta la
próxima.
I R I S
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