Hemos tenido la suerte de conocer a una
mujer menuda y sencilla, con arraigos muy fuertes de su tierra de nacimiento y
con ansias de aprender todo lo que la cultura pudiera darle.
Su mano atrevida trazaba signos en el
papel, donde iba volcando todo lo que su gran corazón sentía por las cosas más
cotidianas, recuerdos de niñez y experiencias y avatares que la vida le había
deparado, y tenía la magia de construir unos versos con sabor de pueblo y
naturaleza viva, a la par de análisis directos, con su gracia innata para expresar
sentimientos y cualidades del ser humano. Sus versos tenían sonrisas para
nuestros oídos, eran limpios de dobleces y no manchaban la pureza de las
personas. No eran rimbombantes porque no lo necesitaban.
Crítica desde el respeto, plasmaba todo lo que los
responsables del orden urbano y social no estaban haciendo bien. Con su prosa
coherente les regañaba como una madre regaña a un hijo, con vehemencia envuelta
en el cariño.
Su trato alegre, su espiritualidad, sus costumbres y
tradiciones arraigadas, y ese puntito chistoso que le brotaba sin maldad
alguna, hicieron que se espantaran nuestras dudas y resquemores a abrirle
nuestros corazones.
La tierra la llamó con la jubilación y, junto con su
marido, escogió pasar los últimos años en su querido pueblo, que tan buenos
recuerdos le traían. Rodeada y querida por los suyos, poco a poco se fue
despidiendo, con dolor contenido, de sus posesiones terrenales, y aferrada a
todo lo bueno que ha disfrutado en esta vida efímera, se ha marchado dejándonos
el regalo de haberla conocido.
Rabo de lagartija
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