Me
desperté en la noche y contemplé a Sofía. Dormía con un sueño profundo, sereno
y relajado. La fortuna la había puesto en mi camino cuando ya desesperaba de
encontrar un alma gemela que hiciese menos tediosa mi soledad.
Aquel
día estaba leyendo a Matilde Asensi. Ensimismado e imbuido en la trama de la
novela, me sobresaltó el sonido del timbre, con su melodía seca e irritable.
¿Quién podía llamar a mi puerta? No esperaba a nadie así que supuse que sería
para vender algo. Molesto por haber interrumpido tan precioso momento, me
levanté y cual bailarina, fui de puntillas hasta la puerta y con cuidado, levanté la mirilla para ver
quien alteraba mi paz y tranquilidad.
Mi
ojo se ajustó a los bordes de aquella lente chivata, hasta que distinguí nítidamente
la figura y la persona que osaba romper el silencio de mi hogar. ¡Era ella! La
nueva vecina. Aquella que me sorprendió gratamente el primer día que la vi, con
aquella sonrisa ingenua y aquellas maneras suaves y elegantes con que empujaba
su carrito de la compra. La ayudé a subirlo por la rampa y mantuve una
conversación corta y tópica hasta que se cerró la puerta del ascensor.
Por
medio de la vecina del cuarto, que era la pregonera mayor de la escalera, me
enteré que estaba divorciada, no tenía hijos, estaba empleada en una buena
oficina y mantenía un trato educado y agradable con todos los vecinos.
Mi
soledad me cayó encima, presionando mi espíritu. Como buen soltero, siempre me
recordaba el decálogo del hombre solo, con sus ventajas y la ausencia de
problemas al convivir con otra persona. Algo que tenía escondido muy dentro de
mí se desperezó, tomó forma y empezó a recorrer todos mis sentidos.
Traté
de buscar encuentros que parecieran casuales con la vecina. Estudié sus
costumbres, las horas de salida y llegada, cuando salía a la compra y qué
tiendas frecuentaba. Cada vez me gustaba más su trato amable, en absoluto
forzado. Su voz clara aterciopelaba mis oídos y su respiración emanaba un halo
de perfume que embebían mis fosas nasales. Su mirada limpia barría las dudas
que mis ojos creaban y su elegancia al caminar cosquilleaba mi estómago.
No tuve
valor de insinuar, si quiera, que tomáramos un café o paseáramos por el parque
del barrio, tal era el miedo al rechazo por su parte que tenía. Buscaba la
fórmula de proponérselo sin que tuviera motivos para rechazarme. Me acicalé,
busqué la ropa más favorecedora, me corté el pelo a la moda, moderé mi
vocabulario, pero seguía sin encontrar las palabras adecuadas para dar un paso
adelante en nuestra relación.
El
timbre volvió a sonar. Me había quedado ensimismado contemplándola por la
mirilla. Me miré en el espejo de la entrada, me pasé los dedos por el pelo, me
ajusté el batín, compuse la mejor cara y abrí la puerta. Ella, con su sonrisa
espontánea y su voz angelical me dijo:
- Buenos días Manuel, alguna avería de su baño
está produciendo una gotera en mi casa.-
Me
agarré a ese mundano motivo y le dije todo lo que mi corazón sentía por ella.
Hoy la contemplo a mi lado feliz y con el sueño tranquilo.
Rabo de lagartija