Me
llevaban unos pasos vacilantes por el camino, con la mente distraída en el
paisaje y los ojos casi ciegos por el sol en el ocaso. Distraído e inconsciente
caminaba senda arriba, sin tener jamás en cuenta la distancia, ni pensar que lo
tendría que andar de nuevo en el retorno.
Tuve
un agradable paseo. No puedo recordar si en algún momento la consciencia me
faltó, o el placer de soledad y la soltura entre las matas de los campos, me
robaron los temores y pesares que arrastramos día a día.
La
tarde era otoñal, con su flora decadente, sus tonos de millares de hojas
sueltas que alfombraban un sendero de sonidos, que crujían paso a paso invitando
a caminar. El sonido de las hojas incitaba a la carrera. Cada vez los pasos
resonaban con más fuerza y el cansancio cada vez era más llevadero.
Distraído,
recobré el sentido del tiempo cuando la noche se hizo presente. Era preciso
desandar el camino. Los sonidos anteriores ahora se convirtieron en ruidos que
de noche crean recelos y dan miedos, pero para una persona como yo, no suponía
ninguna inquietud.
Cierto
fue que los ruidos se hicieron cada vez más fuertes y más frecuentes y el
camino más oscuro, con resbalones, tropiezos y hasta alguna caída sin
importancia. Pensé en el móvil. Con la luz del móvil me iluminaría y todo
arreglado. Ya se pasaron los temores, pero… la batería no estaba muy
cargada y al poco tiempo se agotó. Ya no se veía nada y, qué hacer, no se podía
esperar que llegase nadie porque en todo el camino no se vio a nadie. Paso a
paso, un tropezón, una caída, un resbalón y así, con más miedo que vergüenza,
llegué a un alto desde el cual pude ver las primeras luces del pueblo.
Todos
me esperaban preocupados por la tardanza, Muy ufano, les conté de mis momentos
tan dichosos en la tarde y les relaté lo mucho que disfruté. Pero no les comenté
que lo primero que hice al llegar a casa fue lavar mis miedos.
Trotamundos
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