Corren tiempos inéditos para nuestra
vida aburrida y cotidiana. El covid 19 ha trastornado y dado la vuelta a toda
nuestra existencia. A grandes males, grandes remedios. El virus está ansioso de
saltar de un individuo a otro. Por más que nos afanamos en evitarlo, nos
contagiamos ya de forma exponencial. La
O.M .S ha declarado la pandemia a nivel mundial.
Nuestros dirigentes, pese a quien le
pese, han tomado medidas drásticas para frenar esta escalada de infección. Cómo
mejor y única medida importante, nos debemos quedar encerrados en nuestras
casas durante quince días, en principio. No nos queda más remedio que
amoldarnos a las circunstancias, tanto niños, jóvenes, adultos y mayores. Menos
mal que existen ventanas en las viviendas.
Todos los días observo la soledad de
las calles, sin apenas transeúntes en ellas. El pan, sacar al perro, la compra.
Y algún que otro incorregible que cree que las normas están para saltárselas.
Desde mi ventana veo la cola para la farmacia, la gente espaciada a más de dos
metros cada uno, copa toda la acera, estáticos como estatuas con mascarillas.
Hemos vuelto a las costumbres de leer
libros, revistas, hacer cuadernos de sopas y sudokus, entretenerse con el
ordenador, los puzzles ocupan horas del día. Pero, sobre todo, tenemos una
ventana al exterior, donde vemos aplaudir a las 20 horas a los sanitarios que
están luchando contra esta crisis al pie del cañón. A los policías, bomberos,
protección civil, que pasan con sus coches dando instrucciones por los
altavoces para cumplir a rajatabla las normas estrictas. La gente que cruza el
paso de peatones temerosa por no encontrarse con nadie. Los locales comerciales
cerrados a cal y canto, las escuelas, los centros de ocio. El parque cerrado con
cintas policiales.
Sólo pedimos que todo esto sirva para
vencer al virus lo antes posible y que pronto podamos mirar por nuestra ventana
y veamos vida, alegría y gente, mucha gente con ganas de vivir la vida.
Rabo de lagartija