La tarde era plácida y el sol se
recreaba fabricando sombras de los objetos que rompían la monotonía de la verde pradera. El ganado
pastaba con pereza y las aves se posaban en las ramas de los frondosos árboles
frutales que salpicaban de vez en cuando el prado. Luisito jugaba con su
carretilla de madera, transportando a los gatos que compartían sus juegos en la
granja de su abuelo. Estaba de vacaciones y, salvo unas pocas horas que debía
dedicar a los estudios de repaso, todo el día estaba a su disposición para
dejar volar su imaginación y crear los mundos mágicos que cualquier chiquillo
de su edad soñaba.
El abuelo,
después de las tareas que le ocupaban parte del día, se había sentado en su
hamaca en el porche de la vivienda y, después de efectuar el ritual de cargar y
encender su pipa con ese tabaco oloroso que bailaba flotando a su alrededor, se
dedicaba a leer la prensa de días anteriores. Los padres de Luisito se habían
marchado unos días a resolver asuntos en la capital, y volverían pronto. El
chico disfrutaba con esa ausencia, ya que no le daban tantas órdenes e
instrucciones de comportamiento. El abuelo le consentía muchos más juegos y
hacía a veces la vista gorda si terminaba antes sus estudios.
Al cabo de un
rato, le pareció escuchar como una lejana voz. Como estaban solos miró hacia su
abuelo y vio que estaba caído en el suelo y levantaba un brazo para llamar su
atención. Corrió hacia él y con voz asustada le preguntó qué le pasaba. El
abuelo, con apenas voz le dijo que
avisara al médico del pueblo porque no sabía que le estaba pasando. Le ayudó a
incorporarse y sentarse en su hamaca y preguntó a su abuelo cómo podía llegar
más rápido al pueblo. No sabía montar a caballo, no había vecinos alrededor y,
manías de su abuelo, no había un solo teléfono en la casa. Sus padres se
llevaron sus móviles y por allí sólo pasaba el panadero con la furgoneta dos
veces por semana.
Corrió hacia
el granero donde recordaba haber visto por algún rincón una bicicleta antigua.
La encontró detrás de unos tablones y la miró con desolación. No tenía frenos,
la cadena estaba suelta, el sillín doblado, un manillar enorme que no sabía
como iba a poder abarcarlo con sus manos y las ruedas sin aire. No podría
utilizarla sin perder mucho tiempo en ponerla en orden. Miró en todo el granero
y lo único que encontró fue un carrito pequeño, como en miniatura, que tenía unos arneses para engancharlos a un
animal pequeño. ¡Peludo!, el perro pastor de su abuelo. Si pudiera engancharlo,
seguro que podría tirar del carro y llevarle al pueblo. Salió del granero y lo
llamó a voces. ¿Dónde estará el perro? Seguro que tumbado a la bartola detrás
de la casa, donde le daba la sombra. Corrió hasta allí y viéndolo tumbado, lo
agarró del pelo del cuello y tiró de él hasta que se levantó y le siguió dando
saltos con intención de jugar. Lo llevó hasta el carrito y sin saber cómo,
logró atarle las cinchas y el cabezal. Se sentó en el carro, se agarró a la
barandilla del mismo y le gritó a Peludo para que corriera. El perro, contento
pensando que era un juego, tiró poco a poco del carrillo hasta que cogió un
poco de velocidad y, dando ladridos trotó por el camino que llevaba al pueblo.
El niño no
sabría decir lo que tardó en llegar ni los botes y baches que tuvo que sufrir
hasta mandar parar al perro en la casa del médico. Saltó corriendo y llamó a la
puerta como si se estuviera quemando la casa. Dando voces de qué pasa, a qué
tanta prisa, el médico abrió la puerta y el niño, a toda prisa y sin coherencia
le explicó que su abuelo se había puesto malo y que tenía que ir urgentemente a
verle. El médico, que conocía al abuelo desde hacía años, comprendió la premura
del niño y cogiendo un maletín y su chaqueta, invitó al niño a acompañarle en
el coche. Luisito miró a Peludo que estaba agotado de la carrera, pero como no
podía perder tiempo le dijo que volviera a casa cuando pudiera. Montó en el
coche con el médico y, en poco tiempo estuvieron en la granja.
Una inyección,
unos medicamentos y una llamada a los padres para que volvieran cuanto antes
fue lo que el médico hizo. Llamó también a una señora del pueblo, que era
enfermera, para que se quedase con ellos hasta el regreso de los padres, y le
recomendó reposo al abuelo. Se marchó porque tenía más enfermos que atender. Dejó al niño al cuidado del enfermo hasta que
llegara la enfermera. Luisito estaba preocupado por Peludo. ¿Sabría volver a la
granja? ¿Tendría fuerzas para llegar?
Entrada la
noche, la enfermera cuidaba al abuelo y había hecho la cena a los dos. El niño
estaba acostado, tratando de dormirse. Oyó un ladrido y se tiró de la cama. Salió
corriendo de la casa y se encontró a Peludo tirado en el suelo respirando
fatigoso con la lengua fuera. Seguía enganchado al arnés del carrillo pero del
carro sólo quedaban unos cuantos palos. En la carrera de vuelta, con los
envites que debió de dar a los árboles del camino, se había ido destrozando
poco a poco. Luisito se tiró a su lado y le abrazó acariciándole la cabeza. Se
había portado como un campeón. Le soltó el arnés y le llenó su lata de agua
dentro del granero para que descansase.
Al día
siguiente llegaron los padres, el abuelo se había recuperado bastante y se
había vuelto a sentar en su hamaca plácidamente, después de abrazar al niño y
decirle que había sido muy valiente. Se fue a jugar con sus gatos. A uno lo
montó en la carretilla y le ató con un trapo la patita. Al otro le hizo un
cabezal con una cuerda atada a la carretilla y le animaba a tirar mientras el
niño imitaba el sonido de la sirena de
una ambulancia. Ahora era experto en atender a enfermos.
Rabo de lagartija