sábado, 27 de enero de 2018

La brevedad de la memoria





        Enriquito era lo que en mi pueblo llamamos “un bobo”, que no es lo mismo que un “loco”. El bobo tiene cierto retraso mental, es como un niño eterno y no suele ser agresivo, sino todo lo contrario. Los bobos por lo general son afables y se dejan querer.

        A mi padre, que fue conductor de autobuses hasta que se jubiló, Enriquito solía acompañarlo en aquella su última parada, que estaba en la esquina de su casa, y así, mi padre y el bobo se hicieron amigos. Desde entonces Enriquito solía venir de vez en cuando por mi casa, para que mi madre le hiciera un café, que saboreaba como si fuera ambrosía. Yo le regalaba un par de cigarrillos, que se fumaba uno tras otro, como si fuera el mejor oxígeno. Enriquito murió hace unos años de una infección mal atendida, y poco después su madre también, quizá de soledad y de pena.

        Y anoche yo soñé con Enriquito el bobo. ¿De qué rincón de mi subconsciente brotó la evocación de aquel ser afable pero insignificante, del cual ya nadie se acuerda en el barrio? Le conté a mi madre sobre mi sueño, y ella recordó lo de su gusto por el café y los cigarrillos. Y fue hablando con ella, que va rumbo a los 90, pero que conserva intacta su lucidez, que tuve la noción de la insoportable tragedia de la memoria. Cuando mi madre muera, cuando yo muera, con nosotros, se perderán recuerdos de gentes, de hechos, que sólo sobreviven hoy porque nosotros, en vigilia o en sueños, los superamos y somos capaces de darles algo de vida.

        Se trata de un universo de relaciones, personas, sucesos, encuentros y desencuentros tejidos a lo largo de décadas de empecinada y sostenida permanencia en un rincón anodino, propio de la ciudad, el país… Es una maraña de hechos significativos e insignificantes que hemos ido atesorando, y que se desvanecerán cuando se diluya nuestra existencia, y entonces habrá sido como si todo aquello nunca hubiera ocurrido. Como si jamás en mi pueblo, hubiera existido un bobo hablador y cariñoso, bebedor de café y amante de los cigarrillos, que en cada encuentro solía abrazar a mi padre de un modo tan amoroso, que ninguno de sus hijos, todos mas bien hoscos, pudimos superar.

        El mundo que habitamos está más poblado de muertos que de vivos. Sin embargo, está evidencia se hace palpable cuando uno va entrando en edades calificadas de “provectas”, y se da cuenta que ha convivido con más personas que han muerto que con personas que aún viven, y que forman parte de nuestra memoria.

Quirón

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