Enriquito
era lo que en mi pueblo llamamos “un bobo”, que no es lo mismo que un “loco”.
El bobo tiene cierto retraso mental, es como un niño eterno y no suele ser
agresivo, sino todo lo contrario. Los bobos por lo general son afables y se
dejan querer.
A mi
padre, que fue conductor de autobuses hasta que se jubiló, Enriquito solía
acompañarlo en aquella su última parada, que estaba en la esquina de su casa, y
así, mi padre y el bobo se hicieron amigos. Desde entonces Enriquito solía
venir de vez en cuando por mi casa, para que mi madre le hiciera un café, que
saboreaba como si fuera ambrosía. Yo le regalaba un par de cigarrillos, que se
fumaba uno tras otro, como si fuera el mejor oxígeno. Enriquito murió hace unos
años de una infección mal atendida, y poco después su madre también, quizá de
soledad y de pena.
Y
anoche yo soñé con Enriquito el bobo. ¿De qué rincón de mi subconsciente brotó
la evocación de aquel ser afable pero insignificante, del cual ya nadie se
acuerda en el barrio? Le conté a mi madre sobre mi sueño, y ella recordó lo de
su gusto por el café y los cigarrillos. Y fue hablando con ella, que va rumbo a
los 90, pero que conserva intacta su lucidez, que tuve la noción de la
insoportable tragedia de la memoria. Cuando mi madre muera, cuando yo muera,
con nosotros, se perderán recuerdos de gentes, de hechos, que sólo sobreviven
hoy porque nosotros, en vigilia o en sueños, los superamos y somos capaces de
darles algo de vida.
Se
trata de un universo de relaciones, personas, sucesos, encuentros y
desencuentros tejidos a lo largo de décadas de empecinada y sostenida
permanencia en un rincón anodino, propio de la ciudad, el país… Es una maraña
de hechos significativos e insignificantes que hemos ido atesorando, y que se
desvanecerán cuando se diluya nuestra existencia, y entonces habrá sido como si
todo aquello nunca hubiera ocurrido. Como si jamás en mi pueblo, hubiera
existido un bobo hablador y cariñoso, bebedor de café y amante de los
cigarrillos, que en cada encuentro solía abrazar a mi padre de un modo tan
amoroso, que ninguno de sus hijos, todos mas bien hoscos, pudimos superar.
El
mundo que habitamos está más poblado de muertos que de vivos. Sin embargo, está
evidencia se hace palpable cuando uno va entrando en edades calificadas de
“provectas”, y se da cuenta que ha convivido con más personas que han muerto
que con personas que aún viven, y que forman parte de nuestra memoria.
Quirón
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