sábado, 20 de enero de 2018

El abuelo Damián





    La cámara nos vigilaba según nos acercábamos. Tocamos el timbre y al momento, con un sonido eléctrico, se abrió la puerta de la residencia. Entramos, saludamos en recepción y nos dirigimos al salón común, donde estaría el abuelo con su mirada triste y perdida. Al entrar te daba la impresión de estar en el museo de cera. Personas inanimadas con la vista fija en un punto perdido. Todas tenían en común la decrepitud y la ausencia de emociones.

    El abuelo nos llevaba al parque cargado con  la pelota, la cuerda para saltar y todo lo que se le ocurría para que lo pasáramos bien. Inventaba aventuras entre los árboles, se subía al banco y nos animaba a navegar por aguas infestadas de tiburones y piratas. Otras veces estábamos en la selva con Tarzán y las fieras. Nos contagiaba con su imaginación sin límites y su fantasía desmesurada. Creo que el que más disfrutaba era él.

    Le trajeron la merienda, líquido con espesante para que no se atragantara al beberlo. La sala estaba llena de familiares que intentaban establecer una conversación de normalidad con los residentes. Al fondo había una puerta que se abría con clave en la que atendían a los que estaban en un estado más profundo de inanición física y cerebral.

    En los cumpleaños nos llevaban los abuelos a comer a un restaurante en que había un habitáculo de bolas de dos pisos en los que jugábamos con los primos mientras servían la comida o en la sobremesa. Luego íbamos a la bolera o alguna otra atracción. Nos preparaban una cena opípara y participaban en nuestros juegos como si fueran otros niños.

    Sacamos al abuelo a la terraza para que le diera un poco el aire y le observábamos mirar el paisaje y señalar, de vez en cuando, un diminuto avión que surcaba los cielos. Si le agarrabas la mano, ya no te la soltaba en toda la tarde. Se comunicaba con nosotros a base de apretones de mano. No sabemos lo que nos quiere transmitir porque hace años que dejó de hablar. tampoco sabemos si nos conoce o que siente. No deja translucir ninguna emoción. Come bien, según nos dicen y duerme toda la noche.

    Las últimas Navidades que pasamos con él, no paró de disfrazarse de médico, trompetista, árabe con turbante o cualquier cosa que se le ocurriera. Hicimos competiciones a ver quien ganaba a bailar con la Wi, y vendía cara su derrota. Nos inculcaba su alegría por vivir y disfrutar de todos los momentos de la vida. Otros días que venían a visitarnos los abuelos, nos ayudaba con los deberes o nos daba buenos consejos.

    Es la hora de despedirse del abuelo. Las auxiliares ya están recogiendo a los residentes para la cena. Los llevan de dos o tres a la vez. La fila que se forma me recuerda, en el cine, las caravanas del oeste donde se divisaba una hilera de carretas (aquí sillas de ruedas). El abuelo se va, aunque hace mucho tiempo que se marchó.

    Vamos a verle todas las semanas, y no porque nos sintamos obligados. Tratamos de devolverle todo el cariño que nos entregó cuando éramos unos niños y que tan profundo caló en nosotros. Sólo deseamos que sea feliz en esta nueva vida por la que transita actualmente.


Rabo de lagartija

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