La cámara
nos vigilaba según nos acercábamos. Tocamos el timbre y al momento, con un
sonido eléctrico, se abrió la puerta de la residencia. Entramos, saludamos en
recepción y nos dirigimos al salón común, donde estaría el abuelo con su mirada
triste y perdida. Al entrar te daba la impresión de estar en el museo de cera.
Personas inanimadas con la vista fija en un punto perdido. Todas tenían en
común la decrepitud y la ausencia de emociones.
El abuelo
nos llevaba al parque cargado con la
pelota, la cuerda para saltar y todo lo que se le ocurría para que lo pasáramos
bien. Inventaba aventuras entre los árboles, se subía al banco y nos animaba a
navegar por aguas infestadas de tiburones y piratas. Otras veces estábamos en
la selva con Tarzán y las fieras. Nos contagiaba con su imaginación sin límites
y su fantasía desmesurada. Creo que el que más disfrutaba era él.
Le trajeron
la merienda, líquido con espesante para que no se atragantara al beberlo. La
sala estaba llena de familiares que intentaban establecer una conversación de
normalidad con los residentes. Al fondo había una puerta que se abría con clave
en la que atendían a los que estaban en un estado más profundo de inanición
física y cerebral.
En los
cumpleaños nos llevaban los abuelos a comer a un restaurante en que había un
habitáculo de bolas de dos pisos en los que jugábamos con los primos mientras
servían la comida o en la sobremesa. Luego íbamos a la bolera o alguna otra
atracción. Nos preparaban una cena opípara y participaban en nuestros juegos
como si fueran otros niños.
Sacamos al
abuelo a la terraza para que le diera un poco el aire y le observábamos mirar
el paisaje y señalar, de vez en cuando, un diminuto avión que surcaba los
cielos. Si le agarrabas la mano, ya no te la soltaba en toda la tarde. Se
comunicaba con nosotros a base de apretones de mano. No sabemos lo que nos
quiere transmitir porque hace años que dejó de hablar. tampoco sabemos si nos
conoce o que siente. No deja translucir ninguna emoción. Come bien, según nos
dicen y duerme toda la noche.
Las últimas
Navidades que pasamos con él, no paró de disfrazarse de médico, trompetista,
árabe con turbante o cualquier cosa que se le ocurriera. Hicimos competiciones
a ver quien ganaba a bailar con la
Wi , y vendía cara su derrota. Nos inculcaba su alegría por
vivir y disfrutar de todos los momentos de la vida. Otros días que venían a
visitarnos los abuelos, nos ayudaba con los deberes o nos daba buenos consejos.
Es la hora
de despedirse del abuelo. Las auxiliares ya están recogiendo a los residentes
para la cena. Los llevan de dos o tres a la vez. La fila que se forma me
recuerda, en el cine, las caravanas del oeste donde se divisaba una hilera de
carretas (aquí sillas de ruedas). El abuelo se va, aunque hace mucho tiempo que
se marchó.
Vamos a
verle todas las semanas, y no porque nos sintamos obligados. Tratamos de
devolverle todo el cariño que nos entregó cuando éramos unos niños y que tan
profundo caló en nosotros. Sólo deseamos que sea feliz en esta nueva vida por
la que transita actualmente.
Rabo de lagartija
No hay comentarios:
Publicar un comentario