Marcelo solía
sentarse en un banco de la avenida cercana a su casa. Un enorme platanero
proyectaba una sombra sin fisuras que hacía agradable la estancia en él. Desde
allí contemplaba el devenir de las gentes del pueblo.
Solía sentarse
a su lado un viejecillo que no se cansaba de contarle lo que había hecho de
joven, lo que había conseguido como autónomo y los caudales que había
despilfarrado hasta su jubilación. Marcelo sabía que había cotizado a la Seguridad Social
lo mínimo y ahora cobraba una pensión escasa. Las añoranzas del pasado eran su
mayor alegría de vivir.
Por allí
pasaban toda clase de gentes. El banco estaba al lado de un paso de peatones
que llevaba directamente a un gran parque que el ayuntamiento había construido
en sus mejores épocas económicas. Personas con perros, jubilados que ocupaban
los bancos a la sombra y se contaban mil batallas. Padres y madres con niños
que jugaban en las áreas de columpios y toboganes. También tenía el parque un
circuito para hacer ejercicios de correr, así como una zona de elementos
gimnásticos donde jóvenes ponían sus músculos en forma mientras las chicas los
admiraban.
Justo enfrente
del banco había una zona donde las rosas de todos los colores competían por ser
las más hermosas. El parque tenía un estanque en el centro donde anidaban patos
y se podían ver tortugas que la gente se cansaba de tener en casa y las llevaba
allí. La vida transcurría dentro del parque.
Marcelo, a una
hora preestablecida, se daba una vuelta por el parque y se marchaba a su casa
contento de observar que la vida transcurría plácidamente a su alrededor. Todos
los días hacía la misma rutina que le ayudaba a no sentirse sólo. Qué sería de
nosotros sin no existieran los parques.
Rabo
de lagartija
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