Mil
luces de colores se encienden y pintan las calles de la gran ciudad. La atonía
y la rutina del día a día se disfrazan de fiesta por todo lo alto. Las tiendas,
los balcones y las grandes superficies compiten en creatividad, pareciendo
grandes luciérnagas que atraen a los miles de visitantes.
Aparcamos
las quejas, las penas, los deseos no cumplidos y nos pintamos de alegría, empatizando
con todos los seres humanos que nos rodean. El hecho por lo que nos
transformamos pasa a segundo plano. Se desborda el espíritu festivo, la locura
transitoria se convierte en epidemia y nos gastamos hasta lo que no tenemos en
obsequios y manjares.
Suena el
despertador familiar, la morriña del hogar donde vivimos nuestra juventud, el
reencuentro con hermanos, padres, hijos, abuelos, tíos, primos, amigos,
compañeros, e incluso desconocidos, nos embarga. Existen muchos días en el año
para estos reencuentros pero no encontramos motivación hasta que llegan estas
fechas.
Santa
Klaus o Papá Noel y los Reyes Magos, ponen en marcha su maquinaria mágica y en
esos días señalados nos invaden de ilusiones envueltas en papel de colorines,
que abrimos con manos nerviosas y expectativas que muchas veces no se cumplen.
Han
sonado las campanadas. Abrazos, besos y buenos deseos para el año nuevo que
empieza, Alegría, risas, cantos y bailes, bebida y comida como si sobrara
siempre y trasnoches que nos descolocan el cuerpo al día siguiente.
La
fatídica fecha del final de la fiesta nos hace empaquetar alegrías, ilusiones y
calor humano hasta el año que viene. Lo que nos queda es la cruda realidad de
nuestra cotidianeidad, con sus sombras y preocupaciones. La resaca es profunda,
aunque el tiempo te hace olvidar lo que has intentado ser y no has llegado a
alcanzar y el conformismo te ayuda a sobrevivir otro interminable año.
Rabo de lagartija
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