lunes, 25 de noviembre de 2013

El final del largo día

     
 
           


               No puedo con los ojos. Me duele la cabeza y me aferro a la almohada como un náufrago desesperado. Ha sonado el despertador y mi cuerpo no reacciona. Otro día de prisas y mil cosas por hacer, sin tiempo para respirar tranquila.

         El tedio de la rutina envuelve todos mis movimientos. Desayunos, camas por hacer, ponerme mona, llevar a los chicos al colegio y perder el autobús por los pelos. ¿Cómo quieren que sonría a los clientes que entran en la tienda? Menos mal que sólo voy por las mañanas.

         Tengo que pedir cita con el pediatra, llamar al seguro para que repare la gotera, pasar por el banco a ingresar la cuota de la comunidad. ¡Me van a despedir del trabajo cualquier día! Y sólo estamos a martes. ¿Cuándo llegará el fin de semana? Bueno, y total, ¿para qué? Carlos se va a jugar al tenis con los compañeros y luego a tomar el aperitivo, mientras yo llevo los chicos a entrenar en el club de baloncesto y llamo a Telepizza para que nos traigan la comida.

         A diario, Carlos come fuera y los chicos en el comedor del colegio. Tengo un par de horas para comer algo, poner la lavadora, pasar la aspiradora, preparar la merienda y llamar a mi madre para desahogarme un poco. Carreras  para ir a buscar a los niños a la salida de clase, cotilleo con las madres, un rato en el parque con un ojo en el reloj y otro en los chicos. A casa, que ya es la hora. Cuadernos, lápices, libros. Dichosos deberes. No se cansan de poner todos los días tareas a los chicos y a los padres. Carlos llega a las ocho y se pone un rato con los niños a rematar deberes y a jugar con ellos. Yo aprovecho para planchar la ropa que ya está seca, preparar la cena y mirar la agenda para ver que tareas tengo para mañana. ¿Qué tal cielo, cómo te ha ido el día? Las mismas rutinas, los mismos gestos automatizados, el mismo cansancio por la monotonía de cada día.

         ¡Por fin se han  acostado los niños! Nos sentamos como autómatas en el sofá a mirar la caja tonta y, en cuestión de segundos, mis párpados no pueden resistir el peso del rimel y se cierran en caída libre. Doy un espantido y me levanto corriendo a desmaquillarme, lavarme los dientes, un “no tardes” a Carlos y me zambullo entre sábanas soñando con estirar mi cuerpo, relajarme y dejarme vencer por el arrullo de los sueños bonitos hasta el próximo ataque matutino del despertador.

         Entre sueños noto una mano que se desliza por mi cadera y oigo a lo lejos una voz melosa que me susurra: “¿Estás dormida cariño?” Me hundo en las profundidades de Morfeo y dejo de ser consciente.


Rabo de lagartija

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