El tedio de la rutina envuelve todos
mis movimientos. Desayunos, camas por hacer, ponerme mona, llevar a los chicos
al colegio y perder el autobús por los pelos. ¿Cómo quieren que sonría a los
clientes que entran en la tienda? Menos mal que sólo voy por las mañanas.
Tengo que pedir cita con el pediatra,
llamar al seguro para que repare la gotera, pasar por el banco a ingresar la
cuota de la comunidad. ¡Me van a despedir del trabajo cualquier día! Y sólo
estamos a martes. ¿Cuándo llegará el fin de semana? Bueno, y total, ¿para qué?
Carlos se va a jugar al tenis con los compañeros y luego a tomar el aperitivo,
mientras yo llevo los chicos a entrenar en el club de baloncesto y llamo a
Telepizza para que nos traigan la comida.
A diario, Carlos come fuera y los
chicos en el comedor del colegio. Tengo un par de horas para comer algo, poner
la lavadora, pasar la aspiradora, preparar la merienda y llamar a mi madre para
desahogarme un poco. Carreras para ir a
buscar a los niños a la salida de clase, cotilleo con las madres, un rato en el
parque con un ojo en el reloj y otro en los chicos. A casa, que ya es la hora.
Cuadernos, lápices, libros. Dichosos deberes. No se cansan de poner todos los
días tareas a los chicos y a los padres. Carlos llega a las ocho y se pone un
rato con los niños a rematar deberes y a jugar con ellos. Yo aprovecho para planchar
la ropa que ya está seca, preparar la cena y mirar la agenda para ver que
tareas tengo para mañana. ¿Qué tal cielo, cómo te ha ido el día? Las mismas
rutinas, los mismos gestos automatizados, el mismo cansancio por la monotonía
de cada día.
¡Por fin se han acostado los niños! Nos sentamos como
autómatas en el sofá a mirar la caja tonta y, en cuestión de segundos, mis
párpados no pueden resistir el peso del rimel y se cierran en caída libre. Doy
un espantido y me levanto corriendo a desmaquillarme, lavarme los dientes, un
“no tardes” a Carlos y me zambullo entre sábanas soñando con estirar mi cuerpo,
relajarme y dejarme vencer por el arrullo de los sueños bonitos hasta el
próximo ataque matutino del despertador.
Entre sueños noto una mano que se
desliza por mi cadera y oigo a lo lejos una voz melosa que me susurra: “¿Estás
dormida cariño?” Me hundo en las profundidades de Morfeo y dejo de ser
consciente.
Rabo
de lagartija
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