Si me
preguntaran si me gusta viajar en avión tendría que, por unos instantes, pensar
en la respuesta.
Cada vez
que tengo que volar al destino a donde me dirijo, siempre al coger el asiento
pido que este sea al lado de la ventanilla. Una vez comienza el vuelo, miro a través de ella,
para seguir con la mirada el recorrido que tiene que hacer el avión por las
líneas que anuncian por donde tiene que iniciar el despegue y elevación a las
alturas. Tras unos minutos de ascenso, el aparato se nivela para seguir el
rumbo marcado por el plan de vuelo.
Durante
el viaje miro desde la ventanilla. El paisaje que se me ofrece del exterior me
atrapa. Las ciudades y pueblos apenas son motas. Las tierras forman cenefas que
van cambiando de colores. Los ríos serpentean y el mar convertido en una gran
mancha azul verdosa, ribeteada con puntilla de blanca espuma, creada por las
olas al romper sobre la arena de la playa.
Otra
imagen que llama mi atención son las nubes. Estas parecen blancos algodonales que te dan ganas de alargar las
manos para tocarlas, a sabiendas que se esfumarían entre ellas. También el
cielo, con su color azul intenso, sobresaliendo por encima de la capa creada
por la contaminación que amenaza con
oscurecerlo.
Mientras
el vuelo continúa, las imágenes grabadas en mi mente me siguen hablando de la
inmensidad que se divisa desde las alturas y de lo insignificantes que somos en
la tierra vistos desde allí arriba.
El
tiempo pasa y el viaje sigue su curso. La voz del comandante anunciando que
pronto tomaremos tierra, rompe el hilo de mis pensamientos. Miro por última vez
por la ventanilla, despidiéndome hasta la próxima vez de
la mirada entre las nubes.
I R I S
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