sábado, 8 de abril de 2017

La decisión





         El camillero acopló la varilla para el goteo en la cama, quitó los frenos y maniobró para sacarla de la habitación. Le acompañaron hasta el ascensor y allí se despidieron del enfermo. Les habían informado que esperaran en la habitación a que el médico que le operara subiera a darles el parte de la operación. Sabían que todavía tenían varias horas antes de que saliera del quirófano y optaron por irse a comer algo.

          A Pablo le vinieron a la mente los recuerdos de su infancia junto a su padre. Los veranos iban a ver a sus abuelos que vivían en un pueblo costero. Su padre les enseñó a nadar con una cámara de la rueda de un camión. Allí hicieron sus pinitos su hermana y él en las playas de arena fina. En un muro que salvaba la altura del paseo marítimo con respecto a la playa, había un caño que soltaba un agua fría, proveniente de la fábrica de hielo que estaba en las proximidades y que se utilizaba como ducha para quitarse la arena.

         Ha pasado ya una hora desde que le bajaron y la familia empezaba a especular cómo iría la operación, entre opiniones optimistas y pesimistas. Qué iban a hacer con su padre una vez saliera del hospital. Ya no podía quedarse sólo viviendo en su piso. La cabeza empezaba a dejarle alguna que otra laguna mental y, por trabajo, espacio en sus casas, los niños y sus compromisos sociales, no aconsejaban que se fuera a vivir con ellos. Tampoco tenían los medios idóneos para su recuperación y movilidad. Tendrían que buscar una solución adecuada para que estuviera debidamente atendido.

         Hasta que tuvieron 10 y 12 años, su padre les acompañó hasta el colegio, buscando hueco en sus actividades laborales. A la vuelta siempre les compraba algún chuche o cromos con los que entretenerse. Su madre, en invierno, les preparaba una especie de tortilla hecha con pan y anises, que les sabía a gloria. En primavera les llevaban al campo donde perseguían mariposas y jugaban a la sombra de los árboles, donde cantaban pajarillos y las hormigas subían por los troncos. Cuando llegaba el verano, se iban a las piscinas municipales con la tartera de tortilla y filetes empanados, a pasar el día mojándose y jugando.

         Por fin llegó el médico a informarles. La operación había salido bien aunque habían surgido algunas complicaciones debido a la pérdida de sangre en la misma. Le llevarían a reanimación donde pasaría bastantes horas hasta que le nivelaran bien sus constantes vitales. El mismo médico les aconsejó que su padre no podría hacer su vida diaria sólo y que optaran por buscar la mejor solución para él y sus familiares. Que se pusieran en contacto con la Asistencia Social para solicitar la ayuda como dependiente que le pudiera corresponder. Llegar a mayor se convertía en un verdadero problema social.

         Cuando cumplió Pablo los catorce años, su padre se cansó de verle esconder la cajetilla de tabaco en la mesilla y le permitió que fumara en casa. Él también fumaba y aunque no le gustara ver a su hijo tan joven ya enganchado al tabaco, comprendía lo mal que se pasaba con la abstinencia. Pablo comprendió su equivocación en la cuarentena de su vida, y tuvo la oportunidad y la fuerza para dejarlo, al ver como se deterioraba su padre después de una larga vida de fumador.

         Ya le han subido a la habitación y todavía anda un poco desorientado. Pregunta por sus nietos y cuando le van a mandar a casa. La comida del hospital le desgana e inconscientemente, busca en el cajón de su mesilla el paquete de tabaco. Ninguno es capaz de decirle cual será su vida cuando salga de la convalecencia hospitalaria. La razón chocaba con el corazón a la hora de tomar una decisión, y,  ¿qué pensarían el resto de familiares, conocidos, vecinos y la sociedad en general si optaban por recluirle en una residencia geriátrica? Hicieran lo que hicieran, lo lamentarían siempre, aunque la vida continúa, ¿Qué nos gustaría que hicieran con nosotros cuando alcanzáramos la categoría de dependientes?


Rabo de lagartija

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