El viejo Anselmo se echa el zurrón sobre su
hombro derecho, abre el tranco de la puerta y levantándola un poco, “rediez,
cada día está más caída esta puerta”
dice en voz alta. La
Florencia desde la cocina le grita, ”a ver si le dices a
Julián que venga y la arregle, que un día nos vamos a quedar fuera”. “Bueno mujer, bueno”, y sin
más sale al camino.
Se cala la gorrilla hasta las orejas para
protegerse del relente que le corta el
aliento en un amanecer tan raso. Se quita el pitillo de los labios, levanta la
vista y como cada madrugada se queda extasiado ante un cielo que, aunque
clareando, se muestra lujurioso en su espectacular e infinito cielo estrellado.
Sonríe para sus adentros. Siempre le han gustado los amaneceres así, siempre le
han llenado de una tierna armonía, de una paz especial para comenzar el nuevo
día.
Porque
para Anselmo, cada día era diferente al anterior, eso es lo grandioso de vivir
con la naturaleza, que no se detiene y todo cambia constantemente, él mientras
camina va filosofando. Los listos del pueblo, cuando le escuchan hablar, le
dicen con guasa “¿Qué Anselmo has estado caminado por las nubes?” Que sabrán
ellos de la vida, están aquí porque
tiene que haber de todo. Pero si viven en el campo y se pasan el día hablando a
gritos por el móvil, si no se rompen la crisma porque dios no quiere, van como
idiotas mirando como hipnotizados ese cacharro de los mil demonios y no saben
ni por donde se andan. A Anselmo se le escapa una risita guasona mientras mueve
la cabeza de un lado para otro caminando rápido.
Mientras camina y se guasea mentalmente de sus
paisanos la luna le va abriendo el camino. Ya está cerca del aprisco donde la
noche anterior dejara encerradas las ovejas al cuidado de Chico. Estaba lejos de casa, pero el abrigo
en la roca, no era otra cosa, que una cueva
poco profunda y a él le resultaba fácil y cómoda para este tiempo, entre
otras cosas, porque en cuanto llegue, sus animales no tendrán más que bajar la empinada
pendiente para pastar a sus anchas en la vereda del río, donde la hierba verde
y jugosa las tendrá todo el día pastando entre los altos álamos y frondoso fresnos,
entre sol y sombra, y él pasará un gran día cogiendo cangrejos en las paredes
del Duratón, para que la
Florencia se luzca guisándolos y comiéndolos, que bien que la
gustan también a ella.
Pensando en lo que iba a hacer se le había hecho
corto el paseo y, desde la curva del camino, dio un silbido y al instante vio
moverse bajando a toda velocidad el rabo blanco y negro de Chico que aparecía y desaparecía entre
riscos, zarzas y jaras. “Vale Chico vale”,
ya lo tenía encima, con las patas
delanteras en su cinturón, aquel aprendiz de mastín esperaba. “Que pasa Chico,
¿has pasado bien la noche y el rebaño bien?” El perro respondía con un ladrido
a cada pregunta del amo sin dejar de mirarle a la cara, contento.
“Bueno Chico, el ama te manda la comida como a mí,
solo que yo comeré mas tarde”. Sacó la tartera con comida y se la puso al perro
en el suelo. “Tú come, mientras yo suelto a las ovejas, cuando termines vienes
a ayudarme”. Sacó el aro de alambre que sujetaba la burda puerta de ramas al mástil atado a la roca y comenzó
a nombrar, “vamos blanca, seda, donde
esta alamar, venga perezosas que está
a punto de salir el sol, ¿lo veis?, ya se ve perfectamente el ciprés que vigila
el cementerio y vosotras sin moveros, ¡Chico! quieres terminar, que no tenemos
todo el día, rediós que lentas son”. Un silbido y Chico aparece, empieza a
correr y ladrar entre ellas, no se le ve pero las ovejas se revuelven y se
agitan y poco a poco, apelotonadas, van saliendo seguidas por los ladridos del
perro. Comienzan a bajar, se van espabilando
y Anselmo le grita al perro, “cuidado que no se desvíen al camino,
mételas por la vereda del río”. Y mientras ve conducir el rebaño, Anselmo tranquilo
contempla el panorama que se le ofrece a la vista.
¿Quién
hubiera dicho ayer, que hoy el día sería tan espléndido? Por la mañana había
estado bueno, con alguna nube y claros,
pero por la tarde empezó a anubarrarse, se levantó una ventisca que no
había un dios que la aguantara y Anselmo, viendo que el tiempo no iba a mejorar, pensó en encerrar las ovejas en la cueva. Así lo hizo y mira si acertó. Contempla
satisfecho a su ganado comiendo en la pradera y al perro que le mira como
esperando su aprobación. “Bien, Chico bien, vigílalas, voy a echar un vistazo
por los alrededores. No quiero sorpresas”.
¿Qué
maravilla de naturaleza!, ¡que bien huele el campo cuando se cubre de
hierbas aromáticas? El tomillo, las jaras, el aroma del orégano al pisarlo un mmmmm.
Tenía todo el día para disfrutar de la vida que él
quería vivir.
QUIRÓN
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