domingo, 18 de mayo de 2014

AMANECE, QUE NO ES POCO




El viejo Anselmo se echa el zurrón  sobre su  hombro derecho, abre el tranco de la puerta y levantándola un poco, “rediez, cada día está más caída  esta puerta” dice en voz alta. La Florencia desde la cocina le grita, ”a ver si le dices a Julián que venga y la arregle, que un día nos vamos a  quedar fuera”. “Bueno mujer, bueno”, y sin más sale al camino.

Se cala la gorrilla hasta las orejas para protegerse del relente  que le corta el aliento en un amanecer tan raso. Se quita el pitillo de los labios, levanta la vista y como cada madrugada se queda extasiado ante un cielo que, aunque clareando, se muestra lujurioso en su espectacular e infinito cielo estrellado. Sonríe para sus adentros. Siempre le han gustado los amaneceres así, siempre le han llenado de una tierna armonía, de una paz especial para comenzar el nuevo día.

                Porque para Anselmo, cada día era diferente al anterior, eso es lo grandioso de vivir con la naturaleza, que no se detiene y todo cambia constantemente, él mientras camina va filosofando. Los listos del pueblo, cuando le escuchan hablar, le dicen con guasa “¿Qué Anselmo has estado caminado por las nubes?” Que sabrán ellos de la vida, están aquí  porque tiene que haber de todo. Pero si viven en el campo y se pasan el día hablando a gritos por el móvil, si no se rompen la crisma porque dios no quiere, van como idiotas mirando como hipnotizados ese cacharro de los mil demonios y no saben ni por donde se andan. A Anselmo se le escapa una risita guasona mientras mueve la cabeza de un lado para otro caminando rápido.

Mientras camina y se guasea mentalmente de sus paisanos la luna le va abriendo el camino. Ya está cerca del aprisco donde la noche anterior dejara encerradas las ovejas al cuidado de Chico. Estaba lejos de casa, pero el abrigo en la roca, no era otra cosa, que una cueva poco profunda y a él le resultaba fácil y cómoda para este tiempo, entre otras cosas, porque en cuanto llegue, sus animales no tendrán más que bajar la empinada pendiente para pastar a sus anchas en la vereda del río, donde la hierba verde y jugosa las tendrá todo el día pastando  entre los altos álamos y frondoso fresnos, entre sol y sombra, y él pasará un gran día cogiendo cangrejos en las paredes del Duratón, para que la Florencia se luzca guisándolos y comiéndolos, que bien que la gustan  también a ella.

Pensando en lo que iba a hacer se le había hecho corto el paseo y, desde la curva del camino, dio un silbido y al instante vio moverse bajando a toda velocidad el rabo blanco y negro  de Chico que aparecía y desaparecía entre riscos, zarzas  y jaras. “Vale Chico vale”, ya lo tenía encima, con las patas  delanteras en su cinturón, aquel aprendiz de mastín esperaba. “Que pasa Chico, ¿has pasado bien la noche y el rebaño bien?” El perro respondía con un ladrido a cada pregunta del amo sin dejar de mirarle a la cara, contento.

“Bueno Chico, el ama te manda la comida como a mí, solo que yo comeré mas tarde”. Sacó la tartera con comida y se la puso al perro en el suelo. “Tú come, mientras yo suelto a las ovejas, cuando termines vienes a ayudarme”. Sacó el aro de alambre que sujetaba la burda puerta  de ramas al mástil atado a la roca y comenzó a nombrar, “vamos blanca, seda, donde esta alamar, venga perezosas que está a punto de salir el sol, ¿lo veis?, ya se ve perfectamente el ciprés que vigila el cementerio y vosotras sin moveros, ¡Chico! quieres terminar, que no tenemos todo el día, rediós que lentas son”. Un silbido y Chico aparece, empieza a correr y ladrar entre ellas, no se le ve pero las ovejas se revuelven y se agitan y poco a poco, apelotonadas, van saliendo seguidas por los ladridos del perro. Comienzan a bajar, se van espabilando  y Anselmo le grita al perro, “cuidado que no se desvíen al camino, mételas por la vereda del río”. Y mientras ve conducir el rebaño, Anselmo tranquilo contempla el panorama que se le ofrece a la vista.

 ¿Quién hubiera dicho ayer, que hoy el día sería tan espléndido? Por la mañana había estado bueno, con alguna nube y claros,  pero por la tarde empezó a anubarrarse, se levantó una ventisca que no había un dios que la aguantara y Anselmo, viendo que el tiempo no iba a mejorar,  pensó en encerrar las ovejas en la cueva. Así  lo hizo y mira si acertó. Contempla satisfecho a su ganado comiendo en la pradera y al perro que le mira como esperando su aprobación. “Bien, Chico bien, vigílalas, voy a echar un vistazo por los alrededores. No quiero sorpresas”.

¿Qué  maravilla de naturaleza!, ¡que bien huele el campo cuando se cubre de hierbas aromáticas? El tomillo, las jaras, el aroma del orégano al pisarlo un mmmmm.

Tenía todo el día para disfrutar de la vida que él quería vivir.

QUIRÓN

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