Son las cuatro de la tarde y una amiga viene a casa,
oye ¿qué haríamos para salir esta tarde de paseo?, mira tú le dices a tú madre
que vienes conmigo, así podemos ir a “San Benito” y podemos ver a fulanito o
menganito. Las madres no querían que se saliese decían “vas a estar mas vista
que la olla los Morales”. Faltaba día para las tareas que había que hacer en
casa. De momento cuando te levantabas, había un carrillo con seis cantaros y
como poco había que ir al pozo a llenarlo siete u ocho veces; era agotador,
tinajas, bidones, barreños, cubos, todo había que dejarlo lleno. Después había
que dejar toda la casa limpia y muy a menudo ir a lavar la ropa a “pozo nuevo”,
claro que quizás mi caso era un poco exagerado. Éramos nueve y además una
peluquería que para abastecerla de agua era demasiado. Cada miembro de la casa
realizaba unas tareas, dos de mis hermanas peinaban, otra bordaba y la más
mayor cosía. Con los hombres no se podía contar, ellos tenían su trabajo y
punto; excepto con el pequeño que la tarea del agua la tenía a medias conmigo.
La ropa, escasa por aquellos tiempos, la primera que
llegaba se la ponía. A veces se montaba tal cisco que mí madre tenía que
intervenir. Hubo una época que se llevaron las faldas con mucho vuelo y
vaporosas, en casa solían perderse las enaguas. ¿Dónde están mis enaguas?,
Decía una de mis hermanas indignada, la otra que la escuchaba salía rápido a la
calle. Así estaba a salvo pues pronto se oiría otra voz buscando lo mismo, así
que resultaba que llevaba tres o cuatro enaguas para aparentar estar más
llenita y es que era muy alta y estaba como un espárrago.
Era un pitorreo, una de ellas es muy morena y la otra
muy rubia, un día se tiñeron el pelo y se puso la morena de rubia y la rubia de
morena, un pretendiente las confundió y todo lo que quería decirle a una se lo
dijo a la otra y a su costa se divirtieron un montón. Recuerdo los atardeceres
en verano. Me ponía un delantal largo, me sentaba en medio del patio con todos
los preparativos para hacer el gazpacho en un dornillo (un recipiente de
madera) y allí dale que te pego hasta que llegué a hacerlo muy bien. Fue la
primera comida que empecé a hacer.
La víspera de San Juan, las mozuelas salían a coger
flores si es que se las daban y si no a robarlas: albahaca, bella Luisa, rosas,
claveles, palmarriza, todas las
clases
de plantas que olieran bien, las echaban en agua por la noche, para lavarse la
cara al día siguiente. Cerca de casa había un barrio de casas bajas y en todas
las puertas había arriates, además había varias huertas; así que era fácil
coger lo que no te daban. Esa noche parecía embrujada, algo de misterio había
en el ambiente, no sé si la leyenda de que San Juan bendeciría el agua, o el olor
que despedía aquel barreño o tal vez aquel cielo limpio cuajado de estrellas y
sobre todo si en medio de la noche te despertaba una música que saltabas de la
cama y por una rendijita veías al mozuelo que te echaba la serenata. Muchos, si
no sabían cantar ni tocar la guitarra o el acordeón, contrataban a alguien que
lo hiciera. Recuerdo una canción que decía así: “El aire de tú abanico olé y
olé me tiene mareadito”.
Que bien lo pasaba cuando todos estábamos en casa,
cuando no había que separarse para ir a la campiña a las bellotas o a coger aceitunas. Que guapas
que las veía a todas mis hermanas y cómo yo también tuve que salir corriendo a
esconderme para que no me quitaran algo de lo que llevaba puesto.
Belades
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