Yo vivía en un pueblo que
no conocía, pero que me sentía muy cómodo y feliz con todos los seres que en él
vivían,
Las calles eran anchas,
largas, blancas y muy limpias, limpísimas.
Los animales de compañía,
al salir a la calle, se dirigían a un lugar para hacer sus necesidades y no
molestar a nadie.
Los medios de locomoción
no tenían bocina, no despedían humo ni hacían ruido, y los medios particulares
de comunicación, se inflaban como los globos y luego se desinflaban para
dejarlos en un pequeño espacio a la puerta de la casa de cada vecino. Nadie los
tocaba, que felicidad.
Las carreteras eran de
hierba verde y duraban mucho tiempo porque los coches no le causaban daño
alguno y, además, se llegaba a los lugares en un espacio de tiempo muy corto.
La ciudad era muy grande.
Las casas estaban separadas una de otras, lo justo para no oír las
conversaciones, y así el sueño era muy duradero, y las personas se sentían más
amables.
En las calles, todas las
personas se saludaban, todos se conocían, hablaban unos con otros, comentaban
sus inquietudes y sus deseos y, a la hora de llevar los niños al colegio, todo
era orden y sonrisas.
El pueblo vivía en
democracia, y elegían a sus gobernantes. Pero nadie quería ser gobernante. ¿Y
sabéis por qué?, porque no cobraban nada. Y es aquí donde ocurrió lo peor, que
me desperté.
Trotamundos
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